Pasó julio. Ha terminado agosto. Han quedado atrás playas, casas rurales, balnearios, ciudades y parajes exóticos. Hemos regresado a casa, al trabajo, a la rutina. Me pregunto en qué medida Dios y el Evangelio han formado parte de mis vacaciones. He asistido cada domingo a la celebración de la eucaristía. Era lo mínimo que podía hacer, cumplir con el precepto. El resto de la semana, no habiendo precepto que me obligara, me entregaba generosamente a la holganza sin pensamiento ni lectura ni oración ni gesto religioso alguno. En definitiva, he vivido las vacaciones como un sordomudo, atento solamente a mi descanso y al disfrute inmediato.
Digo que he regresado a mi vida ordinaria como un sordomudo. Y en este primer domingo de septiembre el profeta Isaías comunica promesas divinas: Los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mudo cantará. El sordomudo vive aislado. No interactúa con su entorno. No oye, por lo tanto no es capaz de recibir información. No habla, lo que significa que no puede comunicarse. Dios quiere sacarme de mi aislamiento. El ser humano aislado es un ser decadente. Solo en diálogo con Dios, los otros y su entorno en general, los humanos progresamos y desarrollamos el proyecto original del Creador sobre nosotros que reconocemos cumplido en Cristo Jesús.
Jesús pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Pasa hoy a mi lado y me presento ante él tal y como estoy: sordo, mudo, aislado, autocomplacido. Necesito dar por terminadas mis vacaciones. Necesito que Jesús toque mis oídos y mi lengua al tiempo que me dice effetá. Necesito dialogar con Dios, con los otros, con todo lo que me rodea. Necesito vivir, crecer, progresar y ser feliz.
Rafa Chavarría